Para el primer aniversario de la reaparición de El Nuevo Liberal y el segundo de EL PUEBLO, Daniel Samper Pizano, conocido como el decano del periodismo en Colombia, aceptó ser el director de esta edición y brindó todo su apoyo a la sala de redacción.
Por Daniel Samper Pizano
Difícilmente se encuentra en América Latina –incluyendo a México y las favelas brasileñas– una situación más atroz que la que vive Buenaventura.
La criminalidad se ha disparado… las bandas paramilitares se enfrentan cuadra por cuadra por el control territorial… la Policía se ve desbordada o no actúa… en lo que va de año se registran 59 asesinatos, con torturas y descuartizamientos en vivo… solo el martes 18 hubo cinco homicidios… no es raro hallar restos humanos en las playas… en un campo de fútbol donde se realizo hace seis meses una movilización por la paz apareció al día siguiente la cabeza de una joven víctima… los desplazados pasaron de 13.000 en 2013… el 80 % de la población vive en la pobreza… el desempleo en estratos bajos alcanza a dos de cada tres personas… Y sobre todo, reinan el miedo y la impunidad, dos monstruos que ahogan la realidad catastrófica.
Así lo plantea un informe de la ONG Human Rights Watch (HRW) que acaba de divulgarse en Bogotá. Para dar una idea de lo que sucede en el primer puerto colombiano sobre el Pacífico, copio unos párrafos tomados de la comisión de HRW:
“Los grupos [sucesores de los paramilitares] cuentan con ‘casas de pique’ adonde llevan a las víctimas para desmembrarlas, y desde las cuales los vecinos escuchan sus gritos pidiendo auxilio. Por ejemplo, durante varios meses en 2013, residentes de un barrio costero vieron a integrantes de un grupo que ingresaban a personas a una casa de pique semanalmente. Luego estos integrantes del grupo salían llevando bolsas de plástico que, según creían los vecinos, contenían los cuerpos desmembrados de las víctimas. En algunas ocasiones, debido a los gritos que provenían de la casa, los testigos creían que las víctimas estaban siendo descuartizadas vivas. Miembros del grupo fueron vistos por residentes cuando llevaban restos de varias de las víctimas a una isla cercana en la bahía”.
Aunque han salido noticias e informes de televisión sobre lo que ocurre en Buenaventura, el país digiere con alarmante indiferencia este horror, como si sucediera en Uganda o Siria. El Gobierno reacciona tardíamente. Es verdad que a principios de marzo el presidente Juan Manuel Santos visitó la ciudad, creó una Gerencia Social Integral para la región, anunció inversiones en Buenaventura y Tumaco (donde las Farc acaban de asesinar a garrotazos dos policías inermes) y aumentó en 380 agentes el pie de fuerza.
Pero Buenaventura es un viejo infierno. Llegaron hace rato los posparamilitares de los Urabeños y los Ratrojos, arraigaron en los barrios y se adueñaron de la ciudad. En ella asesinan, torturan, extorsionan, cobran vacunas, reclutan niños, trafican con droga y contrabandean armas. Desde hace diez años, cuando arribó al puerto, el obispo Héctor Epalza Quintero ha denunciado como “una vergüenza nacional” el abandono e inseguridad. En 2009 la Corte Constitucional señaló a Buenaventura como caso emblemático de violación de los derechos de la población afrocolombiana.
Mientras tanto, según HRW, falta apoyo a las victimas, la impunidad campea (no hay una sola condena en 1.300 procesos por desaparición) y no se protegen los derechos fundamentales de los habitantes. Hay que celebrar que la denuncia de HRW haya provocado el viernes una reacción importante y favorable del gobierno nacional. Esperamos que sea duradera.
Buenaventura es vergüenza nacional y un infierno para sus habitantes. Ellos son tan colombianos como los demás y merecen que el país se vuelque en su apoyo.
*Esta columna se publica hoy domingo en El Tiempo.